AUTOR: Lic. Claudia Huergo. Psicologa-Psicoanalista. MP:2.034. ME: 438
INSTITUCION : Profesor Asistente UNC. Fac. de Psicología- Cat de Psicoanálisis
MAIL: psi_claudiahuergo@yahoo.com.ar.
MODALIDAD DE PRESENTACIÓN: MESA REDONDA: PRACTICAS MANICOMIALES: ENTRE EL ABUSO DE PODER Y EL ABANDONO DE PERSONA
OBJETIVO: reflexionar sobre los discursos desde los cuales se justifican las prácticas manicomiales en las internaciones. Evidenciar la función politica y moralizante que se ampara detrás de supuestos técnicos, tomando algunos analizadores institucionales espontáneos
CONCLUSIONES: nuestras intervenciones navegan entre el abuso de poder o el abandono de persona en la medida que para asistir a alguien se lo despoje de sus derechos fundamentales. Los actos profesionales rondan por lo tanto una zona de ilegalidad, que nos vuelve potenciales monstruos.
Ropajes moralizantes para vestir la vida desnuda. De la impotencia de los curadores a la prepotencia y abuso
Ha sido ampliamente señalado que la locura como objeto de conocimiento e intervención va produciéndose en la intersección de discursos y prácticas, por lo tanto, no hay un centro estable de análisis. Ese campo de intersecciones va desde la organización de los hospitales, las cuestiones de higiene pública, las normas burguesas de moralidad, y el proyecto de conformación de un sujeto sociomoral colectivo. Creemos, con Vezzetti, que todo este despliegue discursivo e institucional cumple una función en el ordenamiento social. Y sirve básicamente a la constitución de ideales y valores morales. Es decir, busca constituir un sujeto moral. Por lo tanto, los profesionales portan un mandato normalizador que los ubica, desde su función tecnico-politica, como una “encarnación moderna del moralista y en un paradigma del gobernante”.
Esta función, política y moralizante, aparece recubierta por una supuesta racionalidad científica que hace difícil su cuestionamiento y desnaturalización, a los fines de poder construir una razón crítica que permita ponderar qué de nuestros dispositivos sirven a qué fines. Considero que visibilizando algunos pliegues de la propia disciplina donde esa función moralizante se ampara, así como su entramado en la subjetividad de los profesionales que allí circulan y trabajan, podremos desnaturalizar esas prácticas y avanzar en la construcción de alternativas viables, así como rectificar posicionamientos profesionales que se hunden en dilemas insalvables perdiendo su potencialidad transformadora. A este fin nos serviremos de algunos relatos del devenir institucional cotidiano, que pretendemos hacer funcionar como analizadores institucionales espontáneos.
1° analizador. Los llamaremos: Un lugar para la escoria.
Dime qué te molesta, y te diré qué enunciados políticos-ideologicos subyacen a tu posición.
Esta podría ser la crónica de una molestia cotidiana y hasta anodina, sino no fuera por los ribetes públicos que alcanzó a partir de su publicación en uno de los periódicos de mayor tirada de Córdoba. La noticia es impactante:
Pacientes judicializados en el Hospital Neuropsiquiatrico Provincial de Córdoba atados con cadenas a las sillas. A las camas. Cuando me interno en la lectura de la nota, empiezo a sentir otro impacto: el que provocan en mí los argumentos de los profesionales, que navegan entre una suerte de autojustificación y descargo frente a esta situación que “trasciende” extramuros, y que por momentos viran hacia la denuncia. Pero hacia la denuncia de qué? Y justificación de qué? Veamos. El primer argumento que dan los profesionales es que “así no se puede trabajar” luego “que no son pacientes para estar allí” y que esperan del gobierno “Un lugar de internación para pacientes judicializados” Aparte –continúa la nota- “esto es violatorio de los derechos humanos”. No sabemos si este orden responde o no a un criterio de edición del periódico. Probablemente. Pero es un ordenamiento al fin, y no dista mucho de lo que suelo escuchar en algún debate “sin editar”.
El género de lo que allí se enuncia como causas-efectos-soluciones parece corresponder a una comedia de enrredos –dramática sin duda- al menos para los invitados de piedra (o sea los pacientes internados) que están literalmente inmovilizados.
Volviendo a los argumentos: “así no se puede trabajar” nos surgen una serie de preguntas frente a algo que se revela -por lo menos para mí-, como enigmático:
¿El problema es que no se puede trabajar con pacientes atados? Si se pudiera trabajar así, los dejarían atados?
Este mismo asombro salta a ojos de una colega porteña,[1] cuando en el marco de un Congreso de salud Integral del Adolescente, en el año 2007, profesionales del mismo Hospital presentan un poster titulado ¿qué opinan adolescentes internados en un hospital psiquiátrico sobre su estado? El objetivo del trabajo era conocer “el grado de satisfacción” , cómo se sentían los jóvenes al ser internados por orden de la justicia. Sin entrar a considerar que hablar de “grado de satisfacción” ya suena a humor negro, el dato que “salta” a raiz de esta exposición es que muchos jóvenes dicen que lo que menos les gustaba, aparte de estar encerrados, lejos de sus padres, era “estar encadenados”. Con total naturalidad este dato “pasa” junto a otros, inadvertidos aparentemente para estos profesionales, mostrando evidentemente que el objeto de su investigación iba en consonancia con el acto de objetalizar, y que el que estuvieran atados no era un impedimento al menos para lo que el trabajo pretendía medir.
Esta anécdota complementaria, simplemente para mostrar, -editada o no, hermoseada o no- cual es la ideología imperante en ese como en tantos otros manicomios, privados o públicos.
A partir de esto, caen en la misma pendiente el resto de los argumentos justificatorios mostrando a las claras que el problema no pasa por si se puede trabajar o no con pacientes judicializados, o si es una población que requiera crear otro manicomio donde seguir produciendo nuevos y mejores sistemas de atadura. El problema pasa por otro lado. Para quién trabajamos. Quienes son los destinatarios de nuestras prácticas. Y desde que lugar ideológico-politico lo hacemos. Si no enunciamos esto, corremos con toda suerte de desplazamientos y vías muertas. Por ejemplo hacer del Estado una suerte de entidad superyoica tiránica que nos exige servilidad. Y acomodarnos cómodamente a ese mandato.
Que tantos profesionales avalen, toleren y sean cómplices de actos de esta envergadura, y decidan no denunciarla teniendo el poder de hacerlo, no es un accidente, ya que detrás de ese dominio aparece nuestra formación, de la mano de los hacedores intelectuales de esas políticas. Es esa formación la que prioriza un modelo de practica profesional acorde al ejercicio liberal de la población según el modelo de consultorio, la que señala con quienes se puede trabajar y con quienes no, la que afirma qué población, con qué caracteríticas, sería “inabordable”, inasistible, y de algún modo legitimar que lo único que se puede hacer con ellos es beneficencia, o seguir produciendo depósitos donde no molesten nuestras expectativas de trabajar con una población que sí merezca que nos ocupemos de ella, en lo posible clase media alta, rubia, con expectativas de estudios superiores. Es la misma formación que no enseña que un paciente es o podría ser un objeto pasivo de nuestras manipulaciones. Como la investigación mencionada, donde se trata de medir a los sujetos internados en torno a su consumo de servicios, y que tan satisfechos están o no. Claro que la conclusión aquí no será que el cliente siempre tiene la razón. Estos clientes empobrecidos, y sus razones devaluadas, sólo pueden interesar para nuestro consumo personal de doctorados, congresos y publicaciones. También para dejar claro que se puede transformar a alguien en consumidor o beneficiario sin pasar ni rozando la ciudadanía. O para perfeccionar, laboratorios mediante, las nuevas drogas que puedan operar esa misma sujeción, sin la mala impresión de las cadenas o los cuartos de contención.
Otro desplazamiento que deja a la espera, en el limbo a las necesidades de la población más carenciada, es el postergar un análisis pormenorizado de lo que hay, y se podría refuncionalizar. En lugar de eso, se insiste en “nuevos lugares” donde supuestamente habría lugar para lo que no lo tiene ahora.
Dentro de esa lógica, el nuevo lugar no tardará en reproducir la misma exclusión. Porque detrás del argumento de la supuesta necesidad de hiperespecialización se esconde la trama que muestra que esto es funcional a un mercado de la asistencia en salud mental, no a una necesidad de los asistidos. Sabemos que el sufrimiento humano ha recibido un parcelamiento feroz en síndromes y trastornos al punto que hoy todos somos portadores sanos de algún diagnóstico, diagnóstico que está esperando encontrarse con su práctica medicalizante fetiche correspondiente. Quizá la prueba más contundente de cómo opera ese parcelamiento y supuesta hiperespecialización es que una misma persona tendría que desdoblarse en varias para poder ser asistida, una vez por locura, otra por el consumo de sustancias psicoactivas ilegales, otra como victima de violencia doméstica, otra por tener mas de 19 años. Dentro de esta lógica donde la tratarían por su problema de violencia no pueden hacerlo porque aparte consume sustancias, y así comienza el derrotero que lo único que señala, como un cartel luminoso gigante sobre la cabeza del afectado es “aquí no hay lugar para ud”. Por la vía de este desplazamiento, allá lejos, quedó el grillete atenazando el tobillo del que está atado a la cama. Y su suerte como sujeto, atada a la voluntad de su cuidador-captor que parece tener que realizar complejos razonamientos para ver, finalmente, que “aparte, habría una violación de derechos”. Vemos, al decir de M. Percia, “cómo la racionalidad participa del horror. Cómo traza su ruta entre equívocos, absurdos o lógicas que parecen inofensivas. Cómo, a veces, esa inteligencia realiza sus metas sin estremecerse ante la tortura y la muerte.
2° analizador: lo llamaremos “Invasiones bárbaras”.
Este analizador presenta un contrapunto con el anterior. Esta vez, se trata de retener lo que antes se trataba de expulsar. Los profesionales de un centro de internación de adictos considera que no se pueden “acortar” los tiempos de internación en estos pacientes. Fundamentan esto en argumentos como: “es mejor que esté aquí antes que vuelva a la calle” “aquí al menos está seguro” y finalmente cuando caen los últimos bastiones de ese cuidado intensivo la opción de la internación prolongada se asienta en “hace falta mucho tiempo para remontar tantas adversidades en su vida”.
No es una novedad para nadie que las formas de padecimiento actuales adoptan figuras cercanas al estrago en connivencia con la pobreza extrema, la exclusión social y la marginalidad. Tampoco tendría que ser raro entender, y asumir, que una internación puede ser un refugio de vida transitorio para alguien, despojado muchas veces de los últimos soportes familiares, culturales y económicos que lo sujetan a la vida. Las instituciones receptan ese desamparo, y operan allí un sujetamiento. Para muchos de estos sujetos, entrar en una institución de salud, o incluso carcelaria, es a veces su primer contacto en mucho tiempo con algo que lo ligue de algún modo al Estado, a la ciudadanía, o a la posibilidad de tener un lugar signado por algún tipo de legalidad. Sin embargo, para entrar allí, justamente se lo desviste de sus atributos de vida cualificada, -la poca o mucha que tenga, detente o conserve- para operar otro vestimiento. Con qué se viste ese desamparo? Que viste nuestra terapéutica? Como no parecemos dispuestos a transformar nada, nos conformamos con vestirlo. Pero para eso, primero hay que desvestirlo. Despojarlo de la vida cualificada de acuerdo a los códigos y formas de hacer que porta en función de su medio social, y su realidad de clase, haciendo los profesionales recaer sobre esa realidad y diversidad, una mirada de clase dominante. Pasan a funcionar para esos técnicos como los nadies de los que habla E. Galeano, “que no hablan idiomas, sino dialectos, que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local”. En lugar de cuestionar las políticas que producen esa marginalidad, serán sus modos de estar en el mundo lo que será cuestionado y terapeutizado. Sus modos de marcar el cuerpo, de vivir la sexualidad, todo en ellos pasa a ser abyecto, peligroso. Al decir de Masotta “la abyección sexual queda ligada al dinero y a la jerarquía social, y cuanto más bajemos en esta jerarquía nos toparemos con una sexualidad pensada como más abyecta, y el lumpenproletariado económico, en el escalón más bajo, será a la vez lumpenproletariado sexual.” (Masotta.2008).
El gran proyecto sociomoral que quiere la reconversión o salvación de esas almas, pasará por reconvertir, domesticar, reforzar el lazo con la cultura represora. Para eso habrá que subrayar siempre el riesgo de muerte, que aparentemente autoriza todo avasallamiento de subjetividad, y justificarán el pillaje diciendo que lo que está en juego es un bien mayor. Por lo tanto, se refuerza el lazo con la culpa individual: ud algo habrá hecho para estar así…. Y agradezca que acá le salvamos la vida.
La salvación de las almas siempre es algo que cotiza bien en la bolsa de los milagros, y nos preguntamos si no es un tanto oneroso. Retener a alguien meses, años a veces en una internación, cuando si de salvar la vida se trata probablemente con una cuestión de días baste, para seguir pensando en todo caso estrategias o dispositivos de acompañamiento. Quizá la mayor incidencia de este discurso moral arraigue y prenda en el hecho de que, para transformar el alma de alguien puedo prescindir de modificar en absoluto su entorno, sus condiciones de vida, etc. Es más, mientras más precarias sean, más susceptible de domesticación e influencia.
Bastará con que instale en él el germen de mi propia conciencia de clase, le muestre los beneficios de comportarse de cierto modo, de aspirar a ciertos ideales. Esa moral funcionando al interior de su subjetividad será el lazo que mejor cumpla las funciones de alienación y sujeción a la cultura dominante. Cuerpo y alma, mente y cuerpo una vez más disociados como parte de un proyecto evangelizador. Efectivamente, estos excluídos no tienen la suerte de tener la moral de su lado.
Pero colaboran con el gran proyecto nacional al ser usados -vía la vigilancia, el control, la observación- para producir una conciencia pública, una mentalidad permeable a las solicitaciones de orden y mesura requeridas para la conformación del ciudadano, en palabras de Vezzetti. ¿Será que hace falta que haya monstruos para que otros añoren una ciudadanía servil? Qué sería una supuesta alma sana en un cuerpo que tendrá que aceptar con pasividad seguir inmerso en los mismos atravesamientos que lo produjeron como escoria, como desecho? Aquí los técnicos dirán que su jurisdicción ya no llega hasta allí. Ellos sólo tratan asuntos del alma.
Lo rechazado de todos lados, retorna en los cuerpos
De este modo quedaría temporariamente quedaba saldada la paradoja. Supuestamente podríamos irnos a casa después de un largo día de trabajo, con nuestra alterada conciencia de clase, un poco más apaciguada. Habiendo dejado a los bárbaros cocinándose en su cultivo de hombres nuevos. Esperando hacer de ellos una clase media con aspiraciones universitarias. Esperando que abracen, definitivamente, nuestros ideales de clase, no porque puedan ejercerlos, sino al contrario, porque eso les destaca su inadecuación, los silencia, los pasiviza. “….prefieren entonces no hablar puesto que no tienen otra moral de la cual extraer juicios sobre sí mismos que la moral dominante” ….”esa moral que les viene de afuera …sin la cual parece no existir el lenguaje….los rechaza hacia fuera del lenguaje….es esa moral que han interiorizado y los sumerge en la más pura y horizontal pasividad” (Masotta, 2008)
También lo rechazado retorna en el “cuerpo profesional” que es parte del proyecto, del sostenimiento de ese sistema custodial. Son los otros cuerpos, que transitan y conviven unas horas al día con esa realidad. Baste mencionar ese cuerpo atravesado por el llamado burn out, desinvestimiento masivo de la tarea y funciones, estereotipia, sometimiento, voluntarismo que los deja en la impotencia y de ahí al ejercicio de la prepotencia sobre otros hay un solo paso. Rencillas, intrigas, acusaciones y culpas cruzadas con compañeros de trabajo son moneda cotidiana al no poder situar institucionalmente y estructuralmente los determinantes de la crisis. El campo de deportados, como una gran mancha de aceite, nos comprende a todos, invade y paraliza la propia subjetividad del trabajador, que se vuelve parte de esa maquinaria, quedando en el lugar de la complicidad y colaboracionismo, situados y enquistados en esa práctica común y rutinaria del horror, ávidos de obedecer y cumplir órdenes, sin dudas, sin preguntas, asistidos por una suerte de razón disciplinada. H. Arendt llamó banalidad del mal a esa práctica rutinaria
Para concluir:
Avanzamos un tramo en el planteo si nuestra asistencia y prácticas dejan de situarse en la desmentida y en la omnipotencia. Avanzamos otro casillero si entendemos que cada vez que se produce una suspensión de garantias individuales se produce un campo de deportados. Y que esta suerte no afecta sólo a la víctima-paciente sino que nuestros actos quedan allí soldados a una ilegalidad. Por lo tanto, al transitar esa zona de excepción, nos volvemos potenciales monstruos. No importa en qué bien mayor tratemos de fundamentar nuestros actos. Sistemáticamente quedaremos del lado del abuso de poder o del abandono de persona. Por último, avanzamos considerablemente si entendemos que cualquier proyecto, incluso terapéutico, que navegue por esas aguas podrá convertirse en un engendro totalitario, que transforme al potencial refugio de vida en un lugar donde sea imposible vivir. Para unos y para otros.
Referencias bibliograficas:
-H. Vezzetti: “La locura en Argentina” Ed. Paidós
-O. Masotta: “Sexo y traición en Roberto Arlt”. Ed. Eterna Cadencia
-M. Percia: La cuestión política como vacío disciplinario: No todos somos cualquiera. www.campogrupal.com.ar
-G. Agamben: Homo Sacer III. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Ed. Pre-textos, Valencia 2000 “
[1] La situación es denunciada por Susana Toporosi a la presidenta de la Sociedad Argentina de Pediatría, organizadora del mencionado congreso. Tanto la carta como el comentario del suceso figuran publicados en la revista Topia N° 51 con el título de “Prácticas medievales en la salud pública con adolescentes”. Nov 2007-Marzo 2008
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